viernes, 28 de mayo de 2010

Un obrero de la ciencia


¿Qué es Arte? Hmmm... no, no. No voy a morder ese anzuelo: demasiado grande para este insignificante pececillo. Mejor lo planteo de otra manera: ¿es puramente la plasmación de una inquietud a través de medios plásticos lo que transforma una simple obra en una obra de arte? Ni hablar, a no ser que demos por válida la expresión “arte deficiente”, que desde luego yo no manejo. Recurramos, pues, a esa magna institución que es la Real Academia Española de la Lengua.

Arte
1. Virtud, disposición y habilidad para hacer algo.
2. Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.

El Diccionario va a misa, por supuesto, pero en la segunda acepción no encuentro rastro alguno que sugiera los conceptos que recoge la primera: virtud y habilidad. Ahora resulta que el arte deficiente es posible. Pero me estoy yendo por las ramas... y sobre esta cuestión se han escrito estudios eruditísimos que el lector de este blog puede consultar en las bibliotecas, si es que no dispone ya de ellos en su propia casa.
El 24 de abril de 1926 se inauguró en el parque del Retiro un monumento a la figura de un hombre muy sabio. El homenajeado, que estaba vivo (contrariamente a lo habitual en estos casos), se negó a asistir al acto porque no le gustó la obra que el escultor había creado inspirándose, cabe suponer, en una trayectoria profesional, como ya he sugerido, brillantísima. Yo entiendo perfectamente su postura, porque en un monumento dedicado a un golfista, pongamos por caso, uno esperaría ver una figura humana practicando ese deporte, en un movimiento congelado que exhibiera un swing perfecto, o a punto de embocar la bola. Sin embargo, Víctor Macho, el escultor encargado de crear la obra que nos ocupa, interpretó esa lógica de una manera inesperada.
Un, dos, tres... rápido, responde sin pensar: ¿qué imagen te viene a la mente al oír este nombre: Santiago Ramón y Cajal? Personalmente, me lo imagino con un ojo pegado a un microscopio, a lo cual podría añadir una bata blanca, actitud de gran concentración, y una mesa repleta de instrumentos y material de laboratorio. Vamos, lo normal en un hombre dedicado a la ciencia, especialista en histología, insigne investigador que fue galardonado con el premio Nobel de Medicina por descifrar los entresijos de las neuronas, una eminencia, en definitiva. Y ¿qué hizo Víctor Macho? Transformar esa imagen pública en la estampa de un hombre musculoso y semidesnudo, reclinado en una especie de diván a modo de prócer de la Antigüedad, el vivo retrato de un ser humano dedicado a la vida contemplativa. En el pedestal ni siquiera está grabado su nombre completo (“¡demasiado largo!", debió de pensar el artista), sino simplemente “Cajal” (aquí la Fortuna le sonrió, al evitarle un apellido tan ridículo como el de su autor, “Macho”, porque en este conjunto habría resultado grotesco). A don Santiago no le gustó, evidentemente.
El día que debía descubrirse el monumento, y ante la presencia de las más altas autoridades (entre ellas, el rey), Santiago Ramón y Cajal envió a uno de sus más cercanos colaboradores para que leyera unas palabras en su nombre (por cierto que entre la concurrencia estaba el presidente de la comisión organizadora del acto, el doctor Carlos Cortezo; la presencia de este hombre en la vida pública de la época empieza a resultarme inquietante; véase post del 9 de abril).
He tenido la oportunidad de leer el discurso completo, y en mi opinión es magnífico y está cuajado de frases ingeniosas y certeras. Don Santiago se llama a sí mismo “un modesto obrero de la ciencia”, y confiesa su rubor ante semejante homenaje, ya que sus “méritos son harto precarios y discutibles”. Sus palabras son de una humildad conmovedora, y no ahorra tinta en ensalzar la dedicación al estudio y al trabajo: “Al fin, hemos comprendido una verdad muy sencilla: que la prosperidad y el poderío de las naciones no se funda solamente en la grandeza militar ni en el florecimiento artístico y literario, sino en el caudal de ideas científicas, de conquistas técnicas y de todo linaje de invenciones útiles. Por tener averiada la rueda de la Ciencia, la pomposa carroza de la civilización hispana ha caminado dando tumbos por el camino de la historia”.
Ahí seguimos, don Santiago, intentando enderezar la rueda.

Crónica Fotográfica (54): El día de la inauguración... ¡y los libros por el suelo!

miércoles, 12 de mayo de 2010

Los amigos de Lisa


El Retiro es asombroso en sí mismo: por su riqueza botánica, por su situación –en el mismo centro de Madrid–, por su historia, por las maravillas que contiene... Últimamente, además, disfruto muchísimo de la gente que pasea por él. Los propietarios de perros, son, en general, personas muy comunicativas, receptivas al contacto espontáneo y también, me atrevo a decir, generosas. Durante los paseos con Lisa he llegado a entablar relación con algunas de ellas. Curiosamente, cuando nos cruzamos por el parque, suelo reconocer primero a los perros, y acto seguido me fijo en la persona que está al otro extremo de la correa, o alrededor, si van sueltos. Así he conocido a Lucas, un cachorro al que estoy viendo crecer; a Curro, que me roba las piñas que le lanzo a Lisa; a Kaila, una hembra de labrador amarillo que se está entrenando para echar una mano en la ONCE; a Hugo, un golden que desborda tanta energía como apetito sexual. Todos son estupendos, todos tienen algo especial que ha conseguido robar el corazón a sus dueños. Como Lisa (otra Lisa, sí), una rottweiler con la que no querrías tropezarte de noche en una calle solitaria. Tiene un porte magnífico, es grande y fuerte como una excavadora, pero resulta que en cuanto te acercas a ella se pega a tu pierna para que la acaricies. Según su propietaria, es tan mansa como un peluche. Y luego está Otelo, una especie de Beethoven (el san Bernardo de la película, no el compositor) en versión boyero de Berna: grande, peludo, juguetón, si se te acerca corriendo, sientes la necesidad de agarrarte al árbol más cercano, pero es inofensivo y sólo quiere jugar.
También conozco a Luna, a Mosu, a Jara, a Draco, a Siete (cuyo propietario no ha tenido seis perros antes de éste), a Bongo, un torbellino de energía, a Gina y a Fredo. Luisa, la dueña de Gina, pasa a recoger a Fredo, el perro de su vecina, cuando baja al Retiro. Fredo, un jack russell, tiene una mirada de inteligencia que asusta, pero es terriblemente nervioso y Luisa no se atreve a dejarlo suelto. Al parecer, el padre de Fredo es campeón del mundo, aunque no sabemos exactamente de qué. Y Gina... Gina es una labradora negra cariñosísima, además de uno de los perros más elegantes del parque, porque Luisa se entretiene customizando para ella unos collares preciosos.
Hace un par de meses, una colega paseadora me recordó que es nuestro perro el que tiene que salir a pasear, nosotros únicamente lo acompañamos. Es cierto, pero del paseo nos beneficiamos ambos. Cuando sales con tu perro, ocurre algo extraordinario: los problemas cotidianos, las dificultades en el trabajo, en casa, las inquietudes que nos asaltan, ese dolorcillo aquí o allá, todo se esfuma, desaparece. Yo no sé si es por los perros, por estar al aire libre o por qué, pero el caso es que sucede. Supongo que, por un rato, dejamos de pensar en nosotros mismos y nos dedicamos a la tarea de acompañantes, que exige, como todos sabemos, gran disciplina y entrega.

Crónica Fotográfica (38): Verdaderos brotes verdes